Se tiro sobre la colchoneta que no disimulaba las baldosas desparejas de la terraza. Con la inmensidad vacía cayendo húmeda.
La televisión había mostrado la imagen de los saqueos: Corrían, golpeaban, cargan electrodomésticos, caían ensangrentados en un río de furia.
Cerró los ojos solo para imaginar mejor. Y los vió caminar en tumulto: sucios, desarrapados, hambrientos; por el borde de la ruta, cruzando calles y villas.
Acercó el arma y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Contó las balas que le sobran del cargador; siete. Se extraño que estuviera dispuesto a matar. Después se tiró de cara a las estrellas.
La televisión había mostrado la imagen de los saqueos: Corrían, golpeaban, cargan electrodomésticos, caían ensangrentados en un río de furia.
Cerró los ojos solo para imaginar mejor. Y los vió caminar en tumulto: sucios, desarrapados, hambrientos; por el borde de la ruta, cruzando calles y villas.
Acercó el arma y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Contó las balas que le sobran del cargador; siete. Se extraño que estuviera dispuesto a matar. Después se tiró de cara a las estrellas.
Pensó que el olor del jazmín debía inundar el cuarto. Ese aroma que lo serenaba en la oscuridad de las noches de verano.
Hubiera preferido olerlo a ráfagas de brisa, conjugado con la claridad del cielo raso, hasta que todo se esfumara en el sueño. Pero estaba en esa tensa espera.
Miró la cruz de la esquina. La fogata dibujaba sombras fantasmales.
Escuchó ladridos lejanos que se iban acercando. Después se agregó un ruido creciente y confuso como un ronquido, como un rugido. Contó nuevamente las balas.
Miró la cruz de la esquina. La fogata dibujaba sombras fantasmales.
Escuchó ladridos lejanos que se iban acercando. Después se agregó un ruido creciente y confuso como un ronquido, como un rugido. Contó nuevamente las balas.
Aparecieron los primeros saltando las llamas.
Contó las balas.
Siete.
Ellos eran múchos más.
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