Cruzagramas

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domingo, 28 de marzo de 2010

Que tren...Que tren... . (1ª Parte)


Por razones de comodidad para su lectura, este cuento por entrega ha sido editado en orden. Pido perdón a mis seguidores. Sus comentarios, realizados oportunamente, se han copiado.

Parte I: Edmundo toma el tren.

Edmundo se levanto cargado de risas. Una sensación placentera y extraña como si le estuvieran haciendo cosquillas en el cuerpo pero del lado de adentro. Miró por la ventana el jardín. Los brotes frescos anunciaban el reverdecer, el aire cargado de aroma invitaba a aspirar con fuerza. No recordaba haberse sentido tan bien en toda su vida. Inmediatamente tomo la decisión de no ir a trabajar, para realizar un viaje a algún lugar nuevo, distinto, que lo sorprendiera. No fue una decisión como las que tomaba siempre, fue más bien un impulso que no supo de donde le nació. Y a continuación se entregó a cumplir su propósito. Se bañó, desayuno, se vistió con ropa cómoda y tomo un taxi hasta la estación terminal de trenes.
En el trayecto recordó lo feliz que se sentía cuando era niño y se iba de vacaciones en tren con sus padres. Recordó que siempre le compraban alguna revista de historietas para que se entretuviera y que jugaban a las cartas, y cuando se comenzaba a aburrirse llegaba la hora de ir al vagón comedor. Recordó también que en esos viajes sus padres estaban distendidos, sonrientes, y se apoderó de él una añoranza especial, como si ese recuerdo se hiciera más lento, como si estuviera demorando esa felicidad para poder retenerla un rato más.
Llegó a la terminal y cuando ingresó al hall dos empleados del ferrocarril, pero vestidos a la usanza antigua, con trajes azules y sombrero, lo invitaron a la inauguración de un viaje especial. No entendió demasiado, si estaban probando un nuevo destino turístico, o si era el pasajero un millón y por eso no le cobraban, pero si entendió con claridad que debía apurarse porque el tren ya estaba por salir.
Edmundo no reflexionó demasiado, al fin y al cabo estaba allí abierto a las posibilidades, a lo nuevo, y desde que se había levantado, minuto a minuto, iba de sorpresa en sorpresa. Llegó al andén. El tren era verdaderamente de lujo, con asientos reclinables forrados en cuero, los vagones bien iluminados con la luz natural de amplias ventanas.
Ni bien Edmundo subió al tren, éste se puso en movimiento con un largo silbato, recorrió la plataforma y entró en un túnel, y el vagón se oscureció. Un momento después, Edmundo estaba agolpado en una ventanilla como los demás pasajeros. Nadie podía creer lo que veían. ¿No habían salido de Retiro? ¿No debería haber aparecido la ciudad con sus altos edificios y la Villa del otro lado? Sin embargo el tren se desplazaba por una cornisa en plena montaña.

Continuará

Que tren..que tren Parte II El viaje


Edmundo se apartó de la ventanilla y gritó:
- ¿Alguien sabe a dónde vamos?
- No –dijo una señora.
Y enseguida se formó una ola de noes que terminaron en una carcajada general.
Entonces se abrió una de las puertas que comunicaba los vagones entre si, y un muchacho delgado entró cantando a voz en cuello: “Tanta alegría seguida me va a hacer mal…” El muchacho era la locomotora de un trencito que se había formado dentro del tren, y algunos de los que estaban en el vagón donde estaba Edmundo se engancharon en la cola del trencito y se fueron. Mientras un chico de unos nueve años saltaba en el asiento de una esquina y decía buenísimo mejor que en la compu. Cada quien parecía seguir su impulso. Algunos habían encontrado en el portaequipaje juegos de mesa, como naipes, damas, ajedrez y estaban jugando.
Edmundo prefirió unirse a un grupo que trataba de entender que era lo que estaba pasando. Uno dijo:
-Debemos estar muertos.
-O soñando –dijo otro.
-Pellízcate y vas a ver que duele –dijo Edmundo negando.
-¿No será que estamos siempre en el mismo lugar y nos están pasando una película? –sugirió un hombre pelado.
Edmundo levantó la ventanilla y sacó la cabeza. Sintió el viento y el calor agobiante del sol del verano, y escucho el ruido de las ruedas rozando las vías, el traqueteo característico de cuando las ruedas pasan las junturas, percibió el olor a asbesto que dejan al usarse los frenos, vio el talud de piedras sobre los que se asientan los rieles, y volvió a meter la cabeza.
-Definitivamente esto parece ser muy real –dijo.
-¿Y como explica que aparecimos de repente en este paisaje? –le preguntaron.
-Lo único que se me ocurre -razonó Edmundo, -es que sea un viaje mágico como en la película de Harry Potter. ¿Se acuerdan de que repentinamente, entre andén y andén, entran en una plataforma secreta?
Edmundo estaba todavía hablando cuando por los parlantes anunciaron que podían ir al comedor,
-Yo ya fui –dijo alguien, es increíble hay maquinas con capuchinos, refrescos, magdalenas, tostadas, quesos y mermeladas.
Entonces Edmundo y un grupo de personas fueron a tomar un refrigerio. Y mientras lo tomaban conversaron sobre sus ocupaciones. El grupo tenía las ocupaciones más variadas. Eran profesiones, artistas y maestros, empleados como Edmundo, que dijo que era cajero, pero le gustaba escribir.
Media hora después cuando volvieron a sus asientos, Edmundo tenía ganas de escribir una carta, pero no sabía a quien. Igual tomó una hoja y escribió: A quien sea. A quien lea. A quien quiera viajar a la ilusión, para ser autónomo, para autorrealizarse, para ser autentico, venga a pasarla de lo mejor. Y satisfecho se acomodó en el asiento y se durmió.

Cuando despertó, la gente estaba agolpada otra vez en la ventanilla. El tren estaba entrando en una ciudad muy particular. Era una ciudad de casas bajas. Cada casa tenía una huerta. a medida que el tren pasaba aspersores disparaban una lluvia suave sobre las hortalizas, como si estuvieran saludando.
La ciudad parecía desierta. Edmundo vio una casa que le recordó la casa que tenían sus padres cuando él era chico.
Pronto el tren se detuvo. Hasta allí llegaba la vía. Edmundo se bajó y comenzó a caminar por las calles. Pensó que todos habrían visto algo de interés porque todos se habían bajado del tren y tomaban distintos rumbos.
Los negocios estaban abiertos, pero nadie los atendía. Edmundo por curiosidad entró a un almacén. Las luces se encendieron. Estaba muy bien surtido y aparentemente uno podía tomar lo que quisiera. Tomó unos fideos, una salsa, manteca, queso de rayar y una botella de granadina. Y salió muy contento. Sentía una sensación de vivir en la abundancia.


Continuará

Que tren...que tren Parte III La ciudad




Edmundo encontró la casa que se parecía a la que habitaba en su infancia. Las puertas no tenían cerraduras y las ventanas no tenían rejas. Y las casas vecinas tampoco. Delante de la puerta dudó un minuto y entró. La casa estaba moderadamente iluminada. Vio una sala amplia con un sillón que invitaba a sentarse. Vio una pequeña mesa con una lámpara y una pequeña repisa con algunos libros. Mas allá un piano, un perchero con un paraguas. En el centro debajo de una araña la mesa principal rodeada de cuatro sillas, y sobre ella un jarrón con jazmines. Edmundo aspiró fuerte y no aguantó las ganas de sentarse al piano. Intentó tocar lo que recordaba de Claro de Luna, pero pasaba algo extraño con las teclas, cada vez que estaba por tocar una tecla equivocada, la tecla que completaba el acorde o seguía a la melodía, se adelantaba a bajar y sonaba armónicamente.
Cuando terminó de tocar, recorrió la casa y se asombró de lo bien dispuesta que estaba. Lo cómoda que era. En el dormitorio saltó sobre el colchón, en el baño llenó la bañera con sales aromáticas y se bañó. Después preparó los fideos y rebajó la granadina con agua fresca de la heladera. Quería hacer tantas cosas a la vez que en el apuro se le cayó un vaso. El vaso se fue frenando en el aire hasta depositarse suavemente en el piso. A Edmundo todo le parecía tan natural y asombroso a la vez ,que a esa altura de las circunstancia se habría asombrado más, si hubiera algo que funcionara mal. Ceno. Llevó un café al living y tomó un libro al azar. Miró la tapa: “Las ciudades invisibles Italo Calvino”. Leyó un buen rato. Buscaba si por esas casualidades esa ciudad estaba descripta en el libro. Al rato le dio sueño. El día había sido largo y emocionante. Se fue a acostar y dejó levantada la ventana que daba al jardín.
A la mañana siguiente Alguien golpeaba con los nudillos la puerta que daba a la calle. Se despertó. Se levantó y fue a ver quien era. Se dio cuenta que todavía seguía bajo los efectos de esa sensación narcótica de sentirse increíblemente vivo.
En la puerta un hombre con una sonrisa ancha como la cara le ofreció un pan dorado y caliente que traía en una canasta.
-No sabía que aquí había reparto de comida –dijo Edmundo.
-Yo tampoco –contestó el otro que resultó llamarse Armando.
-¿No?...No entiendo –dijo Edmundo.
-Es simple –dijo Armando. Llegué ayer. Soy panadero y siempre quise tener mi propia panadería. Ayer encontré una y me metí. Después me dieron unas ganas locas de hacer el pan. Cuando salió del horno, tan liviano, tan crocante, no pude menos que salir a repartirlo.
- ¿Y que le debo por el pan?
-Nada. Para mí fue un gusto hacerlo. Parece que acá cada cual elige lo que quiere hacer. Y Edmundo casi no le agradeció porque se quedó pensando: ¿No será anarquismo?
Después de desayunar salió a recorrer la ciudad. Buscó y buscó, pero no encontró ningún banco. Estaba un poco confundido porque no sabía como retribuir todo lo que estaba recibiendo. Si por lo menos hubiera un banco (se decía) tal vez podría ofrecerme como cajero. En ese centro de la ciudad había, teatros, cines, bares y una biblioteca, pero no bancos. Pasó por una iglesia que le recordó a la que iba antes de tomar la primera comunión. Entró. Había una sola imagen de Jesús resucitado. Debajo decía: “La historia no terminó en la cruz”.
Salio y vio un cartel que señalaba un camino para ir al balneario, pero prefirió volver al centro. En el camino encontró una cabina como de teléfono, pero no había teléfono, solo una especie de guía. La abrió. La mayoría de las páginas estaban vacías. Buscó en la G para ver si había alguien que tuviera su apellido y encontró su nombre: Gutiérrez, Edmundo…Libertad 671. Parece que alguien ya me considera como residente.
Siguió caminando. Hacía calor. Entró en un bar a tomar una cerveza helada. Parecía que en ese bar había un encuentro de poetas. Una joven decía: “Nuestra musa es caprichosa, salvaje y tremendamente dulce...” Disfruto la cerveza y la buena poesía y hasta intercambió su parecer sobre si la obra literaria tenía una realidad por si misma o cada lectura y cada interpretación eran las que formaban el cuerpo de esa realidad no agotada, y abierta como una fuente para expresar lo literario.
Después pasó por el teatro y se metió. Vio que estaban preparando una obra. Había seis personas en escena.

Uno le gritó:
-Eh. ¿No eras vos el que escribía?
-Si –dijo Edmundo.
- Andamos buscando un autor –dijeron los seis a coro.
- Bueno –dijo Edmundo, dándose cuenta que le estaban ofreciendo hacer, lo que siempre había soñado.
- Yo soy iluminador –dijo alguien que le tendió la mano.
- Yo me encargo del vestuario –dijo una señora que posiblemente fuera modista.
Y así fueron presentándose todo el resto.
Después Edmundo volvió a la casa. Se daba cuenta que se estaba acomodando muy rápidamente a su nueva situación, aunque deseaba compartir todo lo que estaba pasando con alguien.
Cuando llegó a la casa en el buzón encontró una citación. Había un mapa de la ciudad y en una esquina dibujada una caceta, como esas que están en los subtes para sacarse fotos. No tenía ni fecha, ni indicaba ninguna hora. Decidió que iría a la tarde.
Se hizo una ensalada porque no tenía ganas de cocinar. Quería escribir, de hecho se sentó escribió un parlamento de uno de los personajes de su futura obra: “Cuando te embriagas de aires de libertad, cuando te muevas en un horizonte de confianza, cuando tu creatividad sea interpelada a cada instante, porque todo esta por hacerse, la serenidad habitará tu centro, porque ya no serás un extraño para ti mismo.
Por la tarde Edmundo salió para ver de qué se trataba esa misteriosa cita.
Pasaba el tren con un nuevo contingente. A Edmundo le pareció que alguien lo saludaba. No supo bien porque le pareció eso, si todos estaban en el tren estaban asomados a las ventanillas y saludaban.
Tomó conciencia que los aspersores lo estaban mojando y siguió caminando.

Continuará

Que tren que tren PARTE IV La decisión


Edmundo llegó a una plaza. Vio en la esquina contraria la caseta que buscaba y un hombre joven que estaba salía de ella. Le hubiera preguntado de qué se trataba la citación. Pero le pareció ridículo correrlo para preguntarle algo que estaba a punto de enterarse.
Llegó a la caseta, abrió la puerta y se sentó en un banco. Se quedó mirando una pizarra brillante de un material parecido al plástico, y escuchó por un pequeño parlante ubicado en la parte superior de la casetta: “Bienvenido Edmundo”.

A continuación la pizarra se iluminó como una pantalla y apareció un texto y dos recuadros. El texto era breve y claro: “Usted está invitado a ser miembro fundador de Atlántida. Atlántida es una ciudad que aspira a que todos sus habitantes se sientan libres. Si usted no desea participar, elija no. En ese caso usted regresará a su ciudad y no recordará haber estado en Atlántida.”
Y dentro de los recuadros se podía leer: sí, en uno y no, en el otro.

Edmundo se quedo serio por primera vez, desde que estaba en Atlántida, ahora sabía como se llamaba esa ciudad.
Analizó desapasionadamente su situación. Se preguntó que le impedía quedarse allí. Estaba separado, y la comunicación con su ex esposa y sus hijos se limitaba a lo estrictamente formal y necesario. Además sus padres ya no vivían, y estaba cansado de la rutina del banco.
Se dijo que quizás iba a extrañar sus cosas: su casa, el barrio, lo conocido…pero lo desechó. Se dio cuenta que lo que él llamaba sus cosas, era parte de la costumbre y la rutina. Como cuando regresaba del trabajo y se sentaba por inercia frente al televisor.
Se preguntó: "Sinceramente…¿qué vas a extrañar?... ¿Las promesas incumplidas de los políticos? ¿Las calles llenas del centro? ¿La impotencia ante tanto cartonero comiendo de la basura? ¿La inseguridad? ¿La creatividad de la televisión que vive de mostrar mujeres frotándose en un caño? ¿El manejo de la información por los medios para manipularnos a todos? ¿Qué?... …¿qué vas a extrañar?..."
Trató de cambiar de pensamientos porque la lista era muy larga y había comenzado a deprimirse, y encontró algo que sí, iba a extrañar. Aunque en otras circunstancias, absorbido por la rutina, ni siquiera se hubiera percatado.
"Es una tontería, una ilusión sin futuro". Pero esa mujer de cabellera larga que solía cruzar cuando iba al trabajo, lo subyugaba. Cada vez que intercambiaban una mirada, le cambiaba el día. Lo dicho: "es una pavada, ni sé el nombre. Nunca me animé a hablarle".
Edmundo seguía demorando la decisión. Afuera ya había una cola de dos o tres personas. "Que lástima este paraíso tiene un agujero, una carencia. Podría ser la felicidad perfecta. Es como la prohibición del árbol del bien y del ma. Que lástima…"
Volvió a leer la pantalla con mucha atención. “usted regresará a su ciudad y no recordará”. No recordara…
Entonces se dio cuenta que si volvía se le borraría la memoria de ese paraíso. Esas ansias de declararle a esa mujer, el amor que sentía, era algo que funcionaba allí, en Atlántida.
En su otra vida, la que venia llevando hace medio siglo, él iba ser el mismo ser precavido, con una larga historia de desencuentros y no se iba a jugar. Siempre iba a diferir hablarle para una supuesta mejor oportunidad. Y en realidad prefería seguir ilusionándose de que algún día preguntaría, y ella le diría que sí; a que con un no, también muriera esa ilusión.
Así eran las cosas. En Buenos Aires no iba a hablarle. Volvería a sus pantuflas, a sacar la bolsa de basura a la noche. A putear al pisar la mierda del perrazo del departamento de enfrente. Porque en Buenos Aires él era él, en un sistema preestablecido, que no había botado ni querido. Y aquí, de acuerdo a lo poco que había podido conversar, se sentía en sintonía con todos los convocados. Esos eternos disconformes que mantienen la esperanza de que algo mejor se puede crear entre todos y que solo necesitan una oportunidad.
No dio más vueltas. Dejó de pensar en el pasado. Con un sabor amargo confirmó que se quedaba. Se levantó. Reflexionó que el dolor nos enseña a valor lo bueno. Tal vez sus personajes hablarían de eso en su obra de teatro. Abrió la puerta para irse. Y vio que una docena de personas estaban esperando. A modo de disculpa por la tardanza, saludo mirando al suelo. (Aunque allí nadie estaba apurado).
De pronto alguien salió de la fila y se le acercó.
- Soy Paula –dijo mirándolo a los ojos.
¡Era ella!
No pudo contener el impulso. La abrazó.
Quiso presentarse, pero solo balbuceó:
- Soy feliz.

FIN

sábado, 27 de marzo de 2010

3 HAIKUS CON SOL

Sale a desgano
de sábanas de nubes
el sol de otoño



Agónico el sol
sobre el ocaso vierte
Ríos de sangre.



Sobre la hierba
lágrimas de la noche
el sol sublima

domingo, 21 de marzo de 2010

Suspendido



como el primer beso alma
siempre naciendo,

o como la vida danzando a latidos
desde el último arco iris

no sé si estoy partiendo
o si me estoy quedando
ni sé si es dolor
o gozo
pero los dos me tienen suspendido.

martes, 9 de marzo de 2010

Mi ánfora


mi ánfora
un espacio vació
para crear la vida
albergar un sueño

amaso la arcilla
agrando el hueco
acaricio el borde
y la rueda gira

mi ánfora
habitada de aire
de agua
de brasas
o de simple tierra
con semilla fértil

acaricio el lodo
contengo el desborde
de materia y nada
de callado eco
de divino vuelo